Leyendo en la escuela Villar Palasí
No me acuerdo del momento exacto en que empecé a interesarme por unir las letras, pero sí recuerdo mi infancia rodeada de libros, de historias y de fantasía. Como nadie en mi familia dedicó tiempo a contarme cuentos, supongo que tuve que darme prisa en aprender.
Me han contado que empecé a leer a los 3 años, sola, casi a la vez que aprendí a hablar. En la escuela, la profesora de parvulitos me daba libros de lectura de 2º y 3º de EGB mientras mis compañeros se peleaban con los dibujos y las sílabas de la cartilla Paláu.
Todo esto, unido al misterioso mundo de la librería del salón de mi casa, hizo de mí una lectora precoz y algo avanzada. Recuerdo que las lecturas que me atraían siempre estaban “por encima” de lo adecuado para mi edad (o así me lo indicaban los mayores una y otra vez).
Terminé rápido con los cuentos para niños pequeños, esos llenos de ilustraciones y con pocas letras, pero de grandes dimensiones.
Con 5, 6 ,7 y 8 años, mientras mis amigos leían “El patito feo”, pasaron por mis manos casi todas las colecciones de Enid Blyton : “Santa Clara”, “Torres de Malory”, “Los Cinco”, “El Club de los siete secretos”… esas sagas que devoramos la chiquillería de los 70 y en las que aprendimos que un bocadillo era lo mismo que un “emparedado” o que había un deporte que se llamaba “lacrosse” al que nunca se jugaba en nuestro cole, pero que en Gran Bretaña era lo más.
Entre mis recuerdos un momento mágico, el día en que me mandaron comprar un libro fino, muy fino. Este texto, que hablaba de elefantes metidos en sombreros, me llevó a pasear por la historia de un aviador que se encontró con un niño solitario en medio de la nada. La magia de este libro radica en ser mi primera lectura acompañada. Paseamos por desiertos y planetas de la mano de nuestra maestra que no nos dejó solos ni un solo instante del recorrido. Junto a ella, buceamos en las líneas aprendiendo a leer más allá de las palabras.
Cuando empecé el BUP los clásicos llamaron a mi puerta y aunque algunas veces me sentí sola ante aquellas páginas, en la mayoría de ocasiones tuve la suerte de contar con estupendos profesores con los que acompañamos a Calisto hasta el jardín de Melibea, alcanzamos a llegar a la ínsula Barataria o acariciamos a un burro pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
En bachillerato otro golpe de suerte, mi profesora de literatura fue nada más y nada menos que la hija del poeta Rafael Morales . Acercarte a la poesía de la mano de alguien que ha jugado a las muñecas en el salón de su casa, alrededor de Dámaso Alonso o Alberti, es todo un lujo al alcance de unos pocos (en este caso de unas pocas). Llenó nuestras cabezas de estrofas, rimas y anécdotas que nos ayudaron a comprender más y mejor.
Este es, a grandes rasgos, mi historial lector en la escuela de la Ley Villar Palasí en la que las bibliotecas eran transparentes, olían a papel y sonaban a silencio.
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