He ido mucho al cine; mi padre era un gran aficionado y vi todas las películas de romanos y del Oeste (ahora de vaqueros) que se estrenaron en mi niñez. En mi pueblo no había cine de verano; ya era raro que hubiera dos "de invierno", todo un lujo para un sitio tan pequeño.
Mis primeros recuerdos de este tipo de cines se remontan a mi adolescencia y se relacionan siempre con el sitio donde veraneábamos. Torrevieja tenía varios y yo los recuerdo como si fuera ahora. Recuerdo el frío (sí, en Torrevieja la brisa marina es fresquita por la noche) y la distribución de los asientos, que curiosamente se agrupaban alrededor de mesas. Era como estar en un gran restaurante, sólo que la cena te la llevabas tú. Para eso estaban las mesas. Ahora me pregunto cómo permitían eso, supongo que habría que comprar allí las bebidas. El caso es que aquello era una curiosa mezcla de supermercado, restaurante y cine, que nada tenía que ver con las asépticas salas de proyección actuales que tan bien hemos copiado de los americanos.
Después fuimos evolucionando y desaparecieron las mesas. Las sillas se colocaron mirando todas a la pantalla. Las cenas se seguían llevando, pero se ocultaban en cestas debajo de las sillas.
Gloriosas películas vi en aquellos cines, empezando por Beethoven, pasando por El último emperador o disfrutando de Robin Hood (el de Kevin Kostner).
Luego ya vienieron los hijos y cambió el escenario. Pasábamos los veranos en una pedanía de Torrevieja, La Mata, y el cine de verano que había allí era casi la única distracción que teníamos después de la playa. Era imprescindible llevarse un cojín o dos porque los asientos eran de metal, pero a cambio tenía un pequeño espacio cubierto en la parte de atrás donde te podías refugiar si lloviznaba. Así, refugiados, vimos una noche Bailando con lobos, mientras llovía. Toda una experiencia.
Cine de verano se asocia siempre a vacaciones, a falta de compromisos, a poder trasnochar, a que te pueda caer la lluvia encima, a que tengas como techo un paraguas de estrellas, a poder ver la película desde un edificio cercano con prismáticos (yo lo he hecho), a poder comer pipas (las palomitas vinieron después), y en mi caso, siempre a brisa de mar... Ésa es mi madalena de Proust; para mí cine de verano es igual a brisa de mar, bocanada de yodo y sal. Eso unido al león de la Metro, la estatua de Columbia, la tierra girando de Universal, el pegaso de Tristar,... en fin, esos intros cuya música sabíamos tararear todos, nos hacía saber que inmediatamente después veríamos una película inolvidable.
Esa es la magia del cine: hacernos vibrar de emoción, hacernos creer que todo es posible cuando se apagan las luces; o cuando la noche es oscura, si tenemos la suerte de estar a la fresca en un cine de verano.
Escrito a petición de doña Díriga para la ning Cero en Conducta, que pretende unir Cine y Educación.