Staedtler Noris es el primer nombre que me viene a la cabeza si hablamos de lápices. ¡Un nombre mítico... Staedtler Noris...!
Claro que yo no los usé en la escuela, tuvo que llegar el instituto y, con él el profesor de dibujo, para que yo tuviera acceso a semejante maravilla.
Soy nacida a mediados de los años cincuenta. En esa época no había marcas para los lápices (ni para nada). Solían ser de color madera y se rompían constantemente, hacíamos un uso más que frecuente de los sacapuntas, y también de las virutas que recogíamos. ¡Cómo todo lo que usábamos tenía luego una o dos vidas más, es harina de otro costal que no procede explicar aquí... o sí, no estoy segura, lo iremos viendo conforme avance esta narración!
El caso es que cuando yo era pequeña todo era gris, o color madera si se prefiere. Nada de negro y amarillo chillón para amenizar nuestros escritos, ¡esos cuadernillos de caligrafía que todos/as hemos rellenado con más o menos fortuna!
Si miro hacia atrás, a aquellos años, todo lo recuerdo de color gris ratón. No es una metáfora, literalmente los libros eran de ese color. No había ilustraciones, todo lo más, mapas o imágenes (en gris) de nuestros caudillos: don Pelayo, el Cid o Franco, por ejemplo. Era un libro para todo. Recuerdo que el profesor nos hacía los exámenes orales. Sentaba alrededor de su mesa a los de la misma edad (era una escuela unitaria) y abría el libro por una página cualquiera. Debíamos decirle literalmente todo lo que ponía en la misma. Cuando consideraba que podíamos con eso, se nos llevaba a la ciudad para superar los exámenes libres que allí se hacían.
Desarrollé la memoria, eso por descontado. Estudié así hasta el primer curso del bachillerato. Después abrieron un instituto público en Orihuela (a 5 km de mi pueblo) y... ¡ahí descubrí los
Staedtler Noris!
¡...Y un gimnasio, y una cantina, y un atractivo autobús estudiantil donde viví los mejores momentos de mi adolescencia...!
El gris empezó a cambiar; los libros, también, ¡había uno para cada asignatura...!
No puedo decir que la enseñanza fuera muy diferente, eso dependía (y temo que siempre será así) de los profesores/as que nos tocaran. Los había sumisos y previsibles, pero también osados y creativos. Tal como pasa hoy. La diferencia está en que entonces no se alardeaba de ello, no había un púlpito/internet siempre a tu servicio para expandir tus clases magistrales (¡sí, en la mayoría de los casos, eso es lo que son!). Se era el rarito de turno o de color gris, sin más.
Yo entonces no tenía claro lo que quería hacer en la vida, pero sí que de gris ya había tenido bastante. Por eso me gusta tanto la literatura, saca color hasta a las cosas más anodinas. Esa fue mi primera opción, pero entonces era una carrera de 5 años y tenía que hacerla en la capital. Fue más sencillo para la precaria economía de entonces abordar los 3 años de magisterio. Nunca renuncié a la literatura (era mi Staedtler), hice dos años de filología hispánica después, pero eso es otra historia...
La historia de mi vida académica es todo un cliché: ¿no puedes hacer otra carrera?... ¡pues haz magisterio! Ya he escrito en otros sitios que me sentía como una estafadora. Mis compañeros/as de clase afirmaban que esa era su vocación, que adoraban a los niños, etc, etc. Mi vida empezó a grisear de nuevo, pero lo fundamental seguía siendo que tuviera una manera de ganarme la vida, se trataba de subir de status. Yo comparaba esa subida con la de mi país después de los años de dictadura; era una muy buena motivación.
Cuando entré por primera vez en MI escuela encontré todos los colores perdidos y todas las marcas de todos los lápices. A pesar del pánico, me encontré unida indisolublemente a esos pequeños que me miraban esperando todo de mí. Comprendí a mis compañeros/as amantes de los niños, ¡ellos tenían un amor platónico, yo lo estaba viviendo en primera persona!
Desde entonces, sacar punta a esos lápices o volverlos unos Staedtler ha sido la prioridad de mi vida. Y no distingo entre vida privada y vida laboral. Han sido indisociables en mi caso. Eso de que los problemas del trabajo se quedan a la puerta de casa y se olvidan nunca ha sido para mí. Porque yo he trabajado para hacer realidad mis ideales más íntimos. He tenido la suerte de poder interactuar con personas intentando abrir sus mentes más allá de las caligrafías, las marcas o el entorno más o menos empobrecido que les rodea. Hablando claro, he intentado hacerles un poco más rebeldes, un poco más sensibles, un poco menos fanáticos, un mucho más creativos. ¿Por qué? Porque podía, porque me parecía un pecado (sí, fui católica en mi adolescencia) no hacerlo, porque se lo debía, porque tenían derecho...
¿Para qué? Para que no repitan los errores de sus antepasados, para que aprecien sus aciertos, para que sean activos en su vida ciudadana y política, para que crezcan...
¿Ambicioso? Desde luego. ¿Realizable? No siempre. A veces no sabes, a veces no te dejan,...
Así que, volviendo a por qué estoy escribiendo sobre lápices y violines, habría dos cosas que comentar. En mi caso, ¿me convertí en el mejor violín que pude haber sido? No lo creo, y no ha sido por falta de empeño, pero llegar a ser buen MAESTRO/A no está al alcance de cualquiera. Mi alumnado me lo ha puesto siempre fácil, pero las aptitudes de cada uno/a son las que son, y… bueno, yo diría que en mis últimos años de docencia he procurado no desafinar demasiado (la compañía de mis colegas por internet me ha ayudado tanto…).
En el caso de mis alumnos/as, yo, que tengo la suerte de haber trabajado casi siempre en el mismo sitio y haberlos visto crecer y seguir sus vidas, he de deciros que hayan hecho lo que hayan hecho, siempre me he sentido orgullosa de ellos/as. Ha habido violines
stradivarius y violines de serie, pero ¿la intención no era convertir maderas en violines? La calidad, el esmero, la intención, la genialidad,… eso ya depende de tantas cosas… que se quedan fuera del campo de una simple maestra.
Después de todo, ¿quién soy yo para juzgar si lo que han hecho con su vida es lo correcto? Apenas sé si lo que yo he hecho con la mía lo es.
Pero déjenme decirles una cosa… Mi carrera, mi trabajo, ha sido lo más parecido a tocar un
Stradivarius o a escribir con un
Staedtler. Nunca tocaré la pieza perfecta, pero el proceso que he vivido intentándolo ha sido apasionante… ¡sólo por si lo dudaban…!