Espacios de encuentro

martes, 8 de marzo de 2011

Autorretrato (más o menos)

Para pintar un autorretrato es necesario mirarse al espejo, te enfrentas a él y a tus propios ojos escudriñándote para encontrar un perfil bueno, una mirada que cuente cosas sobre ti, o que las oculte, nunca se sabe.
El papel en blanco espera que tus lápices (en mi caso siempre lápices, no pinceles) empiecen a marcar territorios, encuadrar siluetas y luego, despacio y trabajosamente, vayan coloreando, profundizando, aportando matices, insistiendo en unos volúmenes y dejando otros en penumbra, en fin, dando vida.
Y lo peor es conseguir el parecido, porque tú no te ves, siempre has visto a los otros pero a ti…, a ti ni te ves ni te escuchas como te ven los demás. Tu reflejo en el espejo es sólo eso, un reflejo que te mira, atónito de causar por un día tanta expectación. ¿Cuál es en realidad el color de tus ojos, el que ven en ti cuando estás a pleno sol? ¿Cómo brillan cuando sonríes si lo haces espontáneamente, sin que te espere una cámara de fotos o ensayes tu función diaria? ¿Y cuál es el YO verdadero? ¿El que se asoma al cristal, el que va quedando en el papel o el que se ha escapado de ambos y mueve afanosamente los lápices, comparando a este y a aquel?
Me miro y me miran mis ojos verdes, verde de pino y romero, verdes como Peter Pan, que quieren seguir siendo juguetones para siempre. Buscan, insisten en bajar a mis propias profundidades y me traen a la memoria los viajes al fondo del mar a bordo del Nautilus, o al fondo de la tierra, que tanto da. Hay algo allí dentro que me hace sonreír, hay aventuras de corsarios de colores variados, de tigres de Mompracem, de torneos en que Ivanhoe aparece a última hora para defender la justicia de Dios, incluso se ecucha, si te fijas bien, el viento helado al cruzar la estepa rusa con cartas del zar, o el de las montañas donde vive el abuelo con sus cabras.
Trato de llevarlos al papel pero no lo consigo del todo, lo que mis lápices cuentan es más bien una sucesión, moderadamente ordenada, de recuerdos y personajes que no son míos pero están en mi: desde ciertas coplas por cierta muerte, las andanzas de jóvenes pícaros, novelas que por ejemplares quedaron, adioses a corderas que eran vacas en realidad, afortunadas sin fortuna, colmenas en tiempos de silencio… Sobre todas ellas campea un viejo caballo con su viejo caballero, cuya voz es inexplicablemente “paternal”.
Comparo las dos imágenes y faltan cosas, percibo ciertas arruguillas en torno a los ojos, cicatrices benévolas de mis años y mis aprendizajes. De uno y otro lado los dos ejércitos frente a frente: los griegos en silencio, los troyanos con estrépito y griterío, en el horizonte los barcos que acabarán por devolvernos a Ítaca, en la playa un caballo de madera habitado por… por héroes y heroínas, por filósofos conversadores y peripatéticos, por oradores en su tribuna, por poetisas en su jardín.
Para percibir con más claridad me alejo y entorno los ojos, mis formas se hacen borrosas pero compactas, percibo con claridad mi perfil, mi nariz (que es realidad la de mi padre según dicen todos) a la que llegan remotos aromas de páramos ingleses en ventisca, de jóvenes ambiciosas y eternamente insatisfechas, de crímenes febriles y castigos balsámicos, de guerra y de paz, de novelón de peso en veranos mediterráneos, de sol, de monte y de mar.
Pero mis canas, ocultas al vulgar de los mortales, me traen al presente. Como en guirnaldas ondean jirones de letanías al viento. Cuentan cien años de soledad, calles en las que revolotea la hojarasca, un hombre leve y un guerrero en dodecafónica lucha contra el monstruo. Entretejen primaveras de esquinas quebradas con vendavales de otoño, sonatas de cuatro estaciones, cuentos daneses con ardores africanos.
No hay peine que ponga en orden estos cabellos desatados, no hay pintor que consiga retratar esta maraña. Cada vez que miro veo cosas distintas, más y más, y me doy cuenta de que hacer un autorretrato literario es tan difícil como hacerlo con lápices de colores.
¿Me parezco? Algo. Todo lo que hay aquí soy yo, pero ¿soy yo? Esa que me mira desde el papel en blanco, ¿la conoce alguien?, ¿la reconozco yo misma? Faltan rasgos, faltan colores, faltan gozos y sombras… faltan por leer miles de matices, faltan por contar cientos de secretos.
Pero esos, cristal ávido y silencioso, los dejo a tu imaginación. 

3 comentarios:

  1. ¡Bellísimo autorretrato literario en el que reconozco títulos del mío!
    Lo usaré en clase como ejemplo de lo bien que se puede llegar a escribir si se ha leído mucho.
    Agradecidísimos de que hayas querido compartirlo con nosotros.

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  2. Cap. Nemo/Glaukopis9 de marzo de 2011, 9:16

    ¡Anda ya! ¿Que tenga que leer yo eso de ti precisamente? Le dijo la sartén al cazo... Besos

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  3. ¡Cuanta belleza y sabiduría!
    Gracias de todo corazón por este estupendo autorretrato
    Doña Díriga

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